"Y
sí que me equivoqué, porque resultó que no, no era yo la que venía a enseñar a
la gente de este país, fue este país el que me enseñó a mí y me cambió para
siempre”
En
esta última parte tenemos de nuevo anécdotas que comparten lectores, amigos y
colegas pero además, cerramos el ciclo con broche de oro: tenemos una pieza narrativa
por la escritora Ana M. Ferro, autora de “Los Silencios de la Puerta Roja” quien,
generosamente, aportó con el texto “El Legado de los Cuernos” sobre la
experiencia en Maputo, Mozambique.
María
Alejandra Zuluaga, Colombiana viviendo actualmente en Londres, Inglaterra
De vivir por fuera aprendí a
entender la diferencia.
A entender que no todos somos iguales y que cada quien ve el mundo de una forma distinta. Aunque esto lo
aprendí en mi primera experiencia por fuera del país, hace ya 11 años, creo que
me ha servido para adaptarme en los diferentes lugares en los que he vivido. La
experiencia de la que hablo ocurrió mientras vivía en New Orleans. Una amiga
chilena y yo fuimos invitadas a comer por un grupo de coreanos. Todos se
esmeraron mucho en preparar la comida y organizar la mesa. La comunicación era
difícil porque ellos no hablaban muy bien inglés pero, se podía ver que estaban
muy emocionados de tenernos como invitadas en su mesa. Nos sentamos a la mesa y
todo iba muy bien hasta que llegó la sopa. Yo no lo sabía en ese entonces pero,
los asiáticos hacen un ruido terrible cuando toman sopa. Todo lo contrario a
nosotros que la tomamos en absoluto silencio.
La verdad, en principio, me impactó pues no esperaba algo así pero,
seguí comiendo como si nada pasara. Lina, mi amiga, no tuvo la misma reacción.
Se alteró muchísimo y empezó a hablarme en español pidiéndome que les reclamara
por semejante descortesía con nosotros. Ellos, al verla tan alterada, se
preocuparon por entender que estaba ocurriendo. Yo estaba en la mitad sin saber
qué hacer. No sé cuánto tiempo me tomó pensar y reaccionar. Me parece que fue
una eternidad pero, tal vez fue cosa de segundos. Respiré profundo y le dije:
“Lina, no te has preguntado si ellos están fastidiados con nuestro silencio al
comer?” Ante mi respuesta, Lina no tuvo mucho que decir. Siguió comiendo pero
no logró ocultar su enfado ante los sonidos. Los coreanos lo notaron pero,
nunca entendieron que pasó. De ahí en adelante, sólo yo fui invitada a sus
cenas. Y por supuesto, hubo muchas veces sopa y yo sólo siempre pensaba en lo
educados que eran ellos al soportar mi silencio sin el mayor asomo de molestia.
Sí, ellos sabían entender mejor las diferencias.
Gisella
Cañaveras, Colombiana viviendo en Guadalajara, México
Llego
a México con la intención de especializarme y regresar a Colombia después de
dos años. Pero el destino me tenía otra cosa preparada. Durante el primer año
perdí más de diez kilos de peso añorando a mi novio, familia, comida y tantas cosas más que perdí al dejar disfrutar toda la belleza
que te ofrece un país nuevo. Hasta qué decidí cambiar mi actitud y vivir el
día a día y así empecé a conocer la riqueza cultural que tiene México, ese
espíritu patrio; y conocí tanta gente linda, comencé a disfrutar de la variedad
de la comida mexicana, incluso a prepararla, a conocer tantas ciudades bellas… pero
ya en ese último trimestre antes de regresar a mi Barranquilla pasó lo que
menos me esperaba: me enamoré de un mexicano y desde ese momento supe que ya
nunca me iba a regresar. Entonces, me casé y vivo en este hermoso país que me ha dado tanto y más de lo
que podía desear desde hace más de 15 años.
Mi consejo es que debemos disfrutar
al máximo las experiencias y oportunidades que nos da la vida en un país nuevo en
lugar de vivir añorando lo que no tenemos ya. Tu corazón siempre será de tu
patria, si eres colombiano te hincharás de orgullo cada vez que escuchen el
himno o que veas la bandera o cuando hablan de las bellezas de tu país, pero
cada país tiene su encanto es cuestión de poner lo mejor de nuestra parte para
disfrutarlo. A pesar de que hablamos el mismo idioma tenemos tantos dichos y
palabras diferentes que podría hablar todo un día de eso, por ejemplo: un día
voy con mi nene de dos años a visitar a la familia en Colombia y él decidió que
ahora quería hablar en "colombiano" y me dice mami: "yo quiero
tomarme una graciosa en la oficina " y yo le digo: "no entiendo, mi
amor" y por supuesto, lo que mi gordo quería era una gaseosa en la piscina
(México sería un refresco en la alberca) o cuando me dijo: “mami sabes cómo le
dice mi Yeya (abuela) a la llave del agua? Pluma (para los mexicanos la palabra
pluma es igual que para los colombianos bolígrafo, plumero)" se reía, “ni
que con eso se escribiera” decía y así hay miles de anécdotas del idioma. Pero,
lo mejor de todo es que finalmente, he entendido que hoy en día tengo dos
países que quiero mucho: México y Colombia y ya está.
Raul
Rosado, Mexicano que vivió en Panamá, América Central y Sao Paulo, América del
Sur
Hay
muchas anécdotas y experiencias que contar, pero escogí dos. La primera me
sucedió la primera vez que salí de mi país a vivir a otro: Panamá. La historia
es ésta: En Mérida, México, mi ciudad de origen, a los senos de una mujer se le
dice “chicha”, pues bien, llegué a Panamá y salí del hotel a hacer
“reconocimiento general” del barrio y como a la hora de estar caminando, con
ese calor húmedo típico de la ciudad de Panamá, no aguanté más y me dirigí a
una vendedora ambulante que ofrecía jugos naturales la cual me preguntó: “¿De
qué tamaño y sabor quiere su chicha?” Pues ya se imaginarán mi cara y todo lo
que pasó por mi mente…. Ahí comprendí que definitivamente aunque hablemos el mismo idioma no necesariamente
lo que decimos significa lo mismo en todas partes y pues entonces de ahí en
adelante tendría que tener mucho cuidado!
Luego, la segunda experiencia fue ya viviendo en Sao Paulo. Allí, mi
función era entrenar a un grupo de ingenieros, para entre otras cosas, lograr
mejorar sus competencias personales y profesionales para que aprendieran a
mostrar iniciativa y creatividad en la resolución de problemas y crisis. Pues bien, estuve los primeros 6 meses ingeniando
estrategias y procesos, luchando todos los días en la empresa para cambiar la
actitud y las repuestas poco propositivas de mis compañeros frente a los
problemas que comúnmente eran: “es que no hicimos nada porque no sabíamos qué hacer”,
“ah, pero eso nadie nos lo había dicho, cómo se nos iba a ocurrir?” hasta que,
un buen día comprendí de dónde venía todo. Mi novia y yo nos vimos la película
de la princesa Carlota Joaquina de Borbón de España y su esposo el rey Juan VI
de Portugal, únicos reyes europeos que vivieron en Brasil y de quiénes los
brasileños aprendieron directamente cómo vivir, Y, entonces vimos la escena que
nos llevó a comprender la idiosincrasia general del brasileño, estando en plena
crisis con el invasor Napoleón Bonaparte los consejeros del rey le preguntan: “Señor,
estando así de grave las cosas, ya no se nos ocurre qué consejo darle al rey,
díganos usted, ¿Qué hacemos?” y le responde Juan VI: “Quando você não sabe o
que fazer, não faz nada.” Es decir, cuando usted no sabe qué hacer, no haga
nada. Y Zas! Enseguida entendí que muchas
veces las razones de los comportamientos de los pueblos están en sus raíces, en
su historia; y que la vida se nos hace más fácil y amable cuando conocemos esa
parte de la cultura nueva en la que estamos viviendo. Eso me hizo cambiar
de manera esencial mi trabajo y mis relaciones con mis compañeros a tal punto
que, logré con éxito mi objetivo.
Ana
M. Ferro, Colombiana viviendo en Abu Dhabi, Emiratos Árabes Unidos
“El
legado de los cuernos”
—¡Nos
vamos de cuernos!
—¿Cuándo?
—contesté
—El
martes, a las 15:00 en tu casa.
No
me pude resistir y ahí estábamos un martes cualquiera sobre la erosionada
avenida Marginal camino a los cuernos con el Océano Índico de cómplice y
testigo. El sol, como cae sobre Maputo en octubre, nos seguía pesado, ardiente,
invocando la inminencia del verano.
Anita,
la vasca, conducía —aquí la colombiana narra— como solo alguien con su
deliciosa mezcla de inocencia, nerviosismo y curiosidad puede conducir: erguida
en la silla, anclada al timón esquivando huecos, e imposibilitada para
cualquier otra actividad.
—Que
yo solo conduzco ¿eh? Vosotras estad atentas a las direcciones.
—¡Ya!
es que esta mujer me ha dao mucho detalle, pero ahora no veo la pared azul
—replicó Mae metódica mientas contrastaba lo escrito en el papel de las
indicaciones con la realidad que asomaba por la ventana.
—Pero
vamos, que la que me ha dado la dirección es suiza, si habla de una pared azul
tiene que existir —sentenció Anita, rotunda.
Yo
las miraba desde el asiento trasero, apiñada en medio de las sillas de bebé,
deleitándome con el acento español tan propio de sus maneras y se me antojaban
muy Almodóvar.
Le
dimos la espalda al mar obedeciendo las indicaciones, pasamos una antena de
celulares y viramos hacia la izquierda donde continuaba la calle ya más
estrecha y sin pavimentar. Poco a poco nos fuimos adentrando en las entrañas
del barrio de los caminhos de ferro, las casas se hicieron más pequeñas,
informales, y desordenadas y el tiempo pareció hacerse más elástico. La calle
estaba llena de actividad. Los niños jugaban en la arena, algunos descalzos y
con un hermanito menor amarrado a su a historia a través del nudo más recio de
su anatomía: la capulana; las mujeres se ocupaban del maní y las machambas; los
hombres jugaban damas alrededor de un tablero improvisado en una caja de cartón
sobre el que marcaban la partida tapas oxidadas de cerveza y gaseosa. Miraban
el 4x4 en que nos movilizábamos desde mundo que definitivamente no era el
nuestro. Esta sí es la realidad de esta ciudad pensé, allí donde se acaban las
calles asfaltadas empieza el alma de Maputo. Esto que nosotros los expatriados
hacemos aquí es coexistir desde nuestra privilegiada vida de afanes y cemento.
Cruzamos
a la derecha al final de una T donde un camión mal estacionado puso a prueba
las aptitudes detrás del volante de Anita que, como buena vasca, no arrugó. Al
girar, nos percatamos de la presencia de Astrid. Nos hizo una señal, se bajó
del carro, y se acercó a la ventanilla de Anita.
—Es
la casa del fondo, la del portón negro –indicó en un portugués que evidenciaba
varios años de práctica.
Estacionamos
detrás de su carro según nos aconsejó y a mí el corazón se me aceleró de
anticipación, ahora sí: a los cuernos.
Aterrizamos
en el piso de tierra húmeda y desnivelada, llegó a recibirnos una manada de
gatos. Noté que Anita y Mae me miraban de reojo tratando de interpretar mis
primeras impresiones —tengo fama de nariz parada—. No sé qué habrán concluido,
pero yo estaba maravillada.
Una
casa, pequeña, cuadrada, de una sola planta y sin pintar, se erguía al fondo de
un terreno rectangular cercado con una red de alambre y estacas irregulares a
través de la que se transparentaba la cotidianeidad de los vecinos que acontece
casi toda a la intemperie. Los niños se acercaron a la cerca con curiosidad,
Anita y Mae se encorvaron para hacerles gracias, yo seguí concentrada en mi
inspección.
A
ambos lados de la casa, organizadas como tertulias informales se encontraban
dos estaciones de trabajo donde artesanos —todos hombres— trabajan el cuerno
intercambiando risas y frases en Changana. Nada en el entorno delataba que allí
se llevara a cabo una actividad artesanal con fines comerciales. Toda la
propiedad era simple, humilde y podía pasar como la vivienda de cualquier otro
vecino del barrio.
Anita
y Mae volvieron a mi encuentro y la sonrisa limpia de Astrid nos dio la
bienvenida.
—Muchas
gracias por recibirnos en tu atelier— saludé en portoñol cuando Anita me la
presentó como la mismísima mujer de los cuernos.
—É um prazer –replicó sonriendo siempre.
Astrid
es Suiza, vive en Maputo hace nueve años y desde hace siete, diseña joyas con
cuernos de vaca. Y utilizo la palabra joyas idóneamente. En medio de su
sencillez —o quizás precisamente debido a ella—, es una mujer muy elegante. Es
rubia, delgada y alta, pero no a lo California sino más bien a lo New York,
sobria, de maneras pausadas, ojos atentos y mirada serena. Nos contó que había
aprendido a manipular el cuerno de un artesano local hasta perfeccionar su
oficio y hacerlo arte. El pasatiempo se convirtió en negocio cuando viajó a Johannesburgo
a una feria de artesanías con el pescuezo engalanado de sus collares y regresó
con una orden de cincuenta piezas para un diseñador Neoyorquino.
El
negoció prosperó y demandó más formalidad, entonces instaló su taller en el
barrio de los caminhos de ferro luego de que la ciudad la propinara uno de sus
más duros golpes: los precios irrisorios de la finca raíz. Compró esta casa
recomendada por uno de sus empleados que vive en el barrio. Lo paradójico de
esto es que ella, con sus ingresos de expatriada, solo podía pagar una casa en
un barrio humilde donde los locales a duras penas aspiran a un terreno. ¿Dónde
pueden comprar los locales? No pueden, aquí el poder lo conjugan muy poco y
solo pocos, en un mezquino singular.
—…Pero
aquí me trajo la vida –dijo Astrid más con optimismo que resignación.
Y
con el mismo optimismo le instaló una letrina, una puerta, las ventanas y tejas
que le faltaban a la casa y decidió no pintarla para no desentonar con el resto
de las del barrio. Recuerdo pensar que yo hubiera hecho lo contrario, creyendo
erróneamente que mi iniciativa –de pintar las paredes— inspiraría a mis
vecinos. Se me viene a la mente Aira: “… una estúpida interpolación
pequeño-burguesa”, porque aquí en los caminhos de ferro los vecinos no dejan de
pintar sus casas porque no les guste la belleza, dejan de pintarlas porque la
pintura ocupa en la lista de necesidades, ese lugar lejano en que éstas se
vuelven privilegios.
Astrid
propuso hacernos un tour de su atelier.
—Venga,
que no me vas a decir que no te he traído a un sitio muy exclusivo –murmuró
Anita a mi oído.
Sonreímos
siguiendo a Astrid que nos conducía a una pila de despojos que resultó siendo
la bodega de materia prima, es decir, de cuernos. Mae, como la veterinaria que
es, se dedicó a la anatomía interna de los apéndices óseos, mientras mi mente
trataba de conciliar aquellos cachos tan asquerosos con el collar que había
visto en el sitio web de Astrid antes de la visita. Fue Astrid quien me sacó de
mi abstracción.
—De
aquí algunos cuernos se meten en aceite vegetal caliente para ablandarlos y
luego se dejan en una prensa de madera que los aplana, otros se dejan así y
solo utilizamos sus puntas –señaló uno de los cachos despuntados.
La
seguimos hacia una de las estaciones de trabajo al costado de la casa, donde
tres artesanos torneaban varias piezas de cuerno volviendo arte la anatomía, y
un cortador armado de una segueta desligaba el cuerno del reino animal.
Astrid
tomó una de las piezas terminadas de la mesa y la extendió hacia nosotros. Era
un cuadrado de medio centímetro cuya superficie jaspeada me recordó a las
cucharas de coco que venden los artesanos en Cartagena de Indias: opaca, en
tonos parduscos y diseños asimétricos.
—¡Increíble!
–dije.
—Yo
solo intervengo en el diseño, cada artesano lleva a cabo la pieza de principio
a fin… así el día que yo no esté cada uno habrá aprendido el arte…
Ese
es su legado, digo pensando en voz alta.
—No,
es mi forma de agradecer —replica con humildad.
Los
artesanos nos sonríen con curiosidad, con esos ojos tan profundamente
resignados de los mozambiqueños, amables, pero lejanos… lucho contra mi
optimismo, pierdo la pelea y acepto que sino la mejor, sí la más sabia manera de subsistir en una realidad limitada y brutal es
la aceptación… la miseria subyuga, esclaviza porque te castra hasta las
ilusiones.
Pienso en las palabras de Astrid,…es
mi forma de agradecer… ¿Cuál es la mía? ¿La de Anita? ¿La de Mae? ¿La de todos
los que llegamos a este país y terminamos sintiéndonos tan minúsculos, tan
inútiles? Abandono
mi afán de conciliar humanidades, vuelvo al momento, Astrid ahora nos muestra
las joyas terminadas… Anita se prueba un collar que había encargado, precioso,
de eslabones grandes, el cuerno es negro esta vez y combina maravillosamente
con su pelo de rizos sueltos, negro también. Mae compra unos aretes largos,
celebramos su osadía porque es muy poco dada a cambiarse los topitos de oro que
a diario adornan sus orejas. Yo me enamoro de una gargantilla preciosa, Astrid
promete contactarme una vez le ponga precio. Es una pieza muy elaborada que
resembla una gajo de uvas pequeñas, con la que unos meses más tarde mi esposo
me sorprenderá en Navidad.
Nos
despedimos agradecidas prometiendo volver y en medio de sinceras felicitaciones
por su talento.
Anita
conduce otra vez, Mae se prueba los aretes:
—¡Están
monísimos!
Rehacemos
el camino volviendo al pavimento, al cemento, a la seguridad. El Océano Índico
continúa moviéndose en su sitio, al este de este país sorprendente, virgen como
los cachos, abandonado a la avaricia y desvergüenza de unos pocos… y pienso en que estas letras serán mi forma de
agradecer, yo también le debo mucho a los mozambiqueños, no tengo otro talento…
yo solo puedo darles una voz…