“No
es que tú si eres BRUTO para las matemáticas, pero, ¿Por qué será que tú no
puedes ser bueno en matemáticas como tu hermano?”
“Y
ya terminaste de nuevo con otro, tú como que no puedes estar con alguien más de
un año, eres como que la RESBALADIZA de la familia, todos se te escapan cual
agua de las manos…”
Las
etiquetas, como todo prejuicio que hemos inventado los seres humanos, están
fundamentados en el miedo. Ellas son una forma de protección que hemos
encontrado contra aquellas actitudes, comportamientos, ideas que de alguna
forma sentimos nos molestarán, herirán, afectarán y, en algunos casos, llevados
hasta el extremo, sentimos que hasta determinarán el fin de nuestra raza
humana.
Es
el caso de algunas de las etiquetas más dañinas entre los seres humanos como
las puestas por los fanáticos religiosos. ISIS, es un ejemplo claro de ello,
todo el que no es musulmán, es infiel y hay que matarlo, pero es igual en todas
las religiones donde se presenta el fanatismo, que, finalmente, es miedo aterrador.
Hace unos años cuando vivía en Brasil, un niño de sólo 10 años, hijo de unos
amigos con los que desayunaba, me oyó hablar de la Virgen María y me dijo, “ay
no pero tú eres católica, qué mal, no entrarás al reino de los cielos, no
debería ni compartir mi mesa contigo…” un miedo letal, tal como si le fuera a
transmitir algún tipo de virus mortal sólo por estar sentados juntos.
Ni
qué hablar de los prejuicios sexuales ¿Cuántas niñas en países latinoamericanos
y del Asia, asesinadas o, en el mejor caso, vistas y tratadas como objetos a vender al mejor postor, sólo porque son niñas y no niños? O, el prejuicio a
los homosexuales, señalados por algunos como los culpables de que se acabe el
mundo porque no podamos procrear más en un futuro apocalíptico ya que, sólo
habrá en la tierra “maricones y lesbianas” y ningún nacimiento de niño y niña “normal”
y por eso hay que “acabarlos” ya, es que son una enfermedad.
Extremos
de los prejuicios conducidos por miedos claramente irracionales, como muchos
miedos lo son, que nos pueden llevar a matar a otro ser humano sólo y
exclusivamente por su color de piel, género, estrato socioeconómico o religión y
cualquier otra diferencia ideológica o física que se nos ocurra para dividirnos y autoclasificarnos en mejores o peores.
El
asunto es que, como todo en la vida, los prejuicios y las etiquetas pueden ser
una estrategia útil cuando sirven como el llamado a la conciencia de una alerta
que nos dan los otros de que algo en nosotros no está en su nivel óptimo y puede
ser mejor, como cuando le decimos a alguien, “Oye ya llevas tres choques del
mismo lado, pilas que la próxima te llamaremos el chocón de la derecha, ¡jajaja!
Bueno, no, es en serio, que ya nos tienes preocupados, ¿No será que estás
perdiendo la visión en ese ojo, o, qué será?, ¿Has ido al médico a revisarte la
visión, o será del oído que no oyes la bocina del otro carro?”
Muchas
veces los otros nos dicen cosas que no se nos ocurren porque ellos nos ven
desde su óptica, que es diferente a la nuestra, porque no está ensimismada como
la nuestra y nos alertan y hasta nos salvan, como en el caso de este cliente
que se terminó dando cuenta de que sí tenía un problema en su campo de visión y,
sólo por miedo a que le pusieran el apodo, salió a revisarse y, por eso, pudieron
corregirle su problema de visión. Ya no ha chocado más.
Pero,
las etiquetas se vuelven un perjuicio para los humanos cuando abusamos de
ellas, cuando nos volvemos medio paranoicos, medio neuróticos, o, en su fase “normal”
intolerantes. Y, éste es el punto donde nos encontramos la gran mayoría de
ciudadanos de nuestra sociedad de hoy, cada vez más demandante y perfeccionista.
Nos hemos convertido en seres intolerantes y lo somos con nuestros hijos,
hermanos, amigos, padres, estudiantes, empleados, gobierno etc.
“Mami,
¿Ya te diste cuenta de que te está saliendo una cana aquí? Ay no, corre a la
peluquería porque te ves fatal”
“Amiga,
¿Viste el gordito que se te ve en esta foto?
-Uy
sí, qué mal, desde mañana la dieta de las frutas para toda la semana porque ese
gordo de que se va, se va…”
“Pedro,
de verdad, ¿Tu hijo no está en Kumon? Anda, no le estás sacando todo su
potencial en matemáticas, se te va a atrasar y no va a poder tener el promedio
para entrar a la universidad XYZ.”
“Luisa,
en serio, ¿Cómo así que tu bebé todavía no camina? Creo que tiene problemas,
llévalo al médico corriendo…”
La
cultura en que estamos inmersos nos exige niños, jóvenes y adultos
cuasi-perfectos con normas cada vez más ajustadas y rígidas, menos amables con
nuestra humanidad, menos flexibles con nuestra cualidad inherente al individuo de
ser seres en desarrollo constante y además y, sobre todo, DIFERENTES. Por ello,
triste y terriblemente, observamos, desde nuestro asombro, cómo va en
crecimiento el número de suicidios en niños y adolescentes y el surgimiento de
juegos autodestructivos que, para nosotros, son claramente “locos” y “anormales”.
Parte
de la razón de ello está en nuestra poca aceptación de lo que son nuestros
hijos con alegría por sus triunfos (grandes para ellos siempre aunque para
nosotros sean insignificantes), el respeto por lo que son hoy y la esperanza de
lo que pueden llegar a ser. Pero de lo que ellos pueden llegar a ser, es decir,
de su mejor versión, y no, la versión que nos requiere el vecino, la mamá del
grupo de pilates, la amiga del club o hasta el ex con el que todavía estoy “ardida”.
Nuestros
hijos están en su derecho de ser y no tener que correr a llenar las
expectativas de los adultos, ni siquiera las de sus padres porque nosotros los
padres no somos los dueños de sus vidas, aunque algunas veces nos creamos ese
cuento.
Evitemos
el perjuicio del abuso de esas etiquetas prejuiciadas, apodos que los minimizan
y los ridiculizan: el gordo, la fea, la bonita, la bruta, la “fresa”… porque
ellos son más que eso.
Cambiemos
nuestro chip de la búsqueda loca de la perfección, las medallas y los trofeos. No
caigamos en esa trampa que nos está deshumanizando y haciendo perder de vista
todo lo que es nuestro hijo, toda la belleza de ese ser humano que tenemos la
bendición de llamar hijo.
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